Hace pocos minutos el agente de sanidad dio la orden de evacuar a la
única sobreviviente de la infección en el edificio de la Rambla de
Catalunya número 34. Los medios y la gente se atestan afuera. Unos
gritan enfurecidos, otros tantos lloran. Otros simplemente cureosean.
Otros no saben lo que sucede. De estos últimos, son la mayoría. El caos
impera. Cuando sale la joven, asustada y conmocionada, una oleada de
confusión azota a la multitud expectante. No saben quien es ni si
saldrán más. Pero los agentes de sanidad saben que no hay otros. O al
menos eso creen. Pero la orden estaba dada. La misión estaba hecha y
solo quedaba quemar el edificio. Erradicar ese virus para siempre. Y así
lo hacen. Pero que desagradable sorpresa el ver que el fuego no hace
más que destruir las puertas
y paredes débiles del edificio para dar
paso a una horda de terroríficas criaturas en llamas, sedientas de
sangre. La gente huye despavorida por las calles de Barcelona mientras
los mounstros atacan sin piedad. El pánico se apodera cuando la gente
observa las atroces imágenes que proyectan las televisoras. Los que
tienen armas comienzan a disparar, pero es inútil. El mal se ha
apoderado de Barcelona. A lo lejos, sin que nadie la toque, la mujer que
salió del edificio observa con una maligna sonrisa el caos que ha
provocado. "Y esto es solo el principio..." murmura, y se aleja de entre
la multitud, con el olor a pólvora y muerte en el aire, de cientos de
poseidos que corren sin control por las calles, hasta perderse en la
penumbra...
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